Bowie en Glastonbury: ¿el mejor concierto en la historia de un festival?
Emily Eavies , coorganizadora del legendario festival, lo describe como “el mejor concierto que he visto en Glastonbury”. “No solo eso”, rectificaba un redactor del NME (New Musical Express), “sino el mejor concierto de cualquier festival en la historia”.
Una de las escasas ventajas de vivir en la era de la muerte de los dioses es que podemos ver cómo se abren los baúles de los viejos documentos. Ahora, por fin, podemos disfrutar del centro de tantas alabanzas: el célebre concierto de Bowie en Glastonbury en el verano de 2000.
El anuncio de Bowie como cabeza de cártel ya fue todo un evento. En el borde del nuevo milenio, era una leyenda que había sido capaz de mantener su relevancia. Parecía plenamente consciente de la revolución que estaba a punto de explotar y, en lugar de temerla, la abrazaba con entusiasmo. “La música será pronto un servicio como la luz, le das a un botón y empiezas a escucharla”, dijo años antes de Spotify. Estaba metido a fondo en aquel primerizo Internet, explosivo y salvaje. Incluso llegó a comercializar su propio servidor de acceso, antes de que la Red fuese propiedad casi exclusiva de las grandes corporaciones.
Su eterna capacidad como visionario le estaba reportando, además, mejores réditos que nunca. Un par de años antes, se había convertido en el artista más rico del mundo gracias a lanzar al mercado financiero unos bonos respaldados sobre los derechos de sus canciones.
Sin embargo, pese a expandir de esta forma los tentáculos de su influencia, durante años no había tenido un single de éxito. Su discografía en los 90 es amplia, sólida, llena de virajes interesantes e ideas brillantes, pero sin un claro hit single, como aquellos que parecía sacarse de la manga con facilidad antes.
Bowie afrontaba, en definitiva, uno de los conciertos más importantes de su carrera. Dos horas como estrella principal del mejor festival del mundo. Algo sobre lo que no parecía sentirse muy seguro, puesto que tardó en aceptar la oferta de la familia Eavies.
Durante esa semana, le sucedió aquello que da forma a las pesadillas más angustiosas de un cantante: cayó enfermo de laringitis. Un dato que contrasta con la exhibición vocal y escénica que realiza desde el mismo momento en el que pisa con tranquilidad el escenario, aquella noche de domingo de 25 de junio.
Abriendo, de manera sorprendente, con la reposada balada “Wild is the wind”, a la que termina conduciendo al clímax sin evitar las notas más altas y ni las más bajas, arrebatando con ese vibrato tan característico de su etapa madura, que inauguró precisamente con la versión en estudio de esta canción.
A continuación, cambio radical de ritmo: “China Girl”. Ya escuchamos a su banda funcionando a pleno rendimiento; los detalles virtuosos y avant garde de Mike Garson al piano, la dialéctica entre la furia guitarrera de Earl Slick y las atmósferas de Mike Plati, el ritmo implacable de la extraordinaria Gail Ann Dorsey y Steling Campbell.
Retorno a Glastonbury
Bowie había actuado en Glastonbury casi tres décadas antes, en 1971, en una de las primeras ediciones del festival. Un evento minúsculo y gratuito, con aires medievales, asentado en tierras legendarias que hablan del Santo Grial y del Rey Arturo. El lugar perfecto para alguien como él, una esponja que absorbía y trataba de incorporar a su lenguaje cada pedazo de información que se encontraba.
Entonces, llegó en tren al festival y tuvo que esperar a actuar hasta las 5:30 de la mañana, para evitar quejas de los vecinos. Era justo el momento en el que aquel hippie “one hit wonder” estaba a punto de emprender el camino del éxito y las 1000 metamorfosis.
Tocó por primera vez, junto al genial Mick Ronson, “Changes” y otras canciones de “Hunky Dory”, el primer álbum de su discografía que es un clásico absoluto. El momento mágico de la actuación se produjo cuando, durante la interpretación de “Memories of a Free Festival” (justo lo que era aquello), el sol empezó a ascender entre las colinas.
Treinta años después, en su vuelta a Glastonbury, Bowie hizo algo que había prometido no volver a hacer: basar un concierto en sus grandes éxitos.
Era curiosa la relación que tenía con sus éxitos. No le importaba ponerlos a la venta en los mercados, pero se resistía a recurrir a ellos en sus conciertos, para queja de sus fans pero, sobre todo, de los que iban a escuchar precisamente eso.
“No voy a tocar lo que quieren escuchar y van a odiarlo”, le dijo a Trent Reznor (NIN) antes de empezar una gira conjunta por EEUU en 1995. La lección del artista que conoce el camino fácil pero lo evita a conciencia.
Aquí, sin embargo, cae uno detrás de otro sin piedad: “Changes”, “Life on Mars?” (en versión crooner), “Absolute Beginners”, “Ashes to Ashes”, “Fame”, “Starman”, “Under Pressure”… Es un espectáculo emocionante de pura musicalidad, sin trazas de aquellos años de excesos teatrales (aunque Bowie, por supuesto, es siempre puro teatro).
Cuando llegamos a “Heroes”, Glastonbury ya lleva tiempo entregado. El himno se inicia de forma sencilla, casi discreta, y se va alzando en un contante crescendo cantado por la gigantesca multitud del festival, que todavía no iba a lucir banderitas, grabar vídeos ni hacerse fotos para el Instagram, sino a vivir una intensa experiencia en directo.
Un par de petardazos más: el rock de estadio de «Let´s Dance» y el paranoide-industrial de «I´m Afraid of Americans», para cerrar la noche. La multitud atruena, Bowie y su banda parecen felices. Por delante esperaban momentos oscuros, en los que terminaría asqueado de la industria discográfica y dudando hasta de su capacidad de componer una buena canción. Pero esa ya es otra historia.
La de esta noche de 25 de junio de 2000 fue la de un triunfo total.