Rafel Berrio, el hijo ingobernable de la luz del Sol
Lo peor de todo, lo más doloroso de lo que estamos viviendo, de este tsunami de ausencias, es la imposibilidad de despedirse. No quiero imaginar cómo se tienen que sentir aquellos que, habiendo perdido a un familiar querido, no hayan podido hacer un mínimo duelo, el consuelo de un último adiós. Que los ancianos se estén muriendo en una planta de hospital, o en el peor de los casos, en los servicios de urgencias saturados sin la compañía de los suyos, es un drama inimaginable hace apenas unas semanas. Nuestra realidad confortable se ha roto de un día para otro. Y solo nos queda esperar a que la pesadilla pase, dejando el menor número de inevitables cicatrices.
Así que hoy, con el propósito de esquivar esa tristeza, tenía pensado escribir la tercera parte de Achtung Plagio. Algo tan liviano como señalar similitudes entre canciones. En esas estaba, cuando en el último día de este mes de marzo, cruel e inesperado, también se nos ha ido, a la edad de 56 años, el músico y poeta donostiarra Rafael Berrio.
Casualmente, esa misma tarde del martes, había estado leyendo las memorias de Bob Dylan, Crónicas (Vol.1). Y poco después, justo antes de acostarme, fue cuando me sorprendió la noticia de la muerte de Berrio. No creo que sea una exageración, en absoluto, comparar la personalidad arrolladora de ambos, plasmada en su capacidad narrativa y exquisita expresividad como letristas.
Un breve resumen de su carrera artística:
Rafael Berrio nació en el año 1963 en San Sebastián. Y es en el taller de su padre, en el barrio de Gros, donde éste le enseña a tocar la guitarra. A finales de los 70 se inició con su primer grupo UHF, influenciado por la estética punk (y especialmente Lou Reed), acompañando también en el escenario a su amigo Poch, líder de Derribos Arias. En el principio de la década de los 90, Berrio estuvo muy vinculado a la escena que se conoció como Donosti Sound (Le Mans, Family, La Buena Vida, 21 Japonesas…). Antes de comenzar su carrera como solista, tuvo dos bandas: en primer lugar, Amor a traición y, posteriormente, Deriva, cuyos discos están en su mayor parte descatalogados, lo que hace difícil recoger el conjunto de su obra. Algunos temas de entonces:
No pienso bajar más al centro, una reivindicación desde el barrio de Egía. Aún hoy, un himno en la capital guipuzcoana:
O este rotundo, No sólo de amor, con Deriva:
LA COLABORACIÓN CON JOSERRA SENPERENA
A comienzos de la pasada década, ya en 2010, deja la guitarra aparte y, bajo la producción de Joserra Senperena, publica 1971, el disco más exitoso de su carrera. De formación clásica, además de productor y arreglista, Senperena lleva a Berrio a un terreno más próximo a un chansonnier como Gainsbourg. Es una curiosa evolución la que recorre Berrio, desde las primeras referencias en la escena punk, para acabar reivindicándose como cantautor, cerca de los cincuenta años, con los delicados arreglos para orquesta de Senperena. Según el propio Berrio, hacer canciones es un ciclo de ensayo y error, ensayo y error, etc… Todos los discos son enmiendas de los anteriores.
Obsesivo en la composición y afilado en la búsqueda de las palabras exactas, tanto en 1971 como en su continuación, Diarios -también con arreglos y producción de Senperena-, las letras de Rafael Berrio van envueltas de una pátina existencialista pero, a la vez, guardan un punto irónico: al borde de la carcajada, haciendo que esa ironía funcione como un escudo protector.
Nunca alcanzó el éxito masivo, pero sí era muy valorado por un público fiel. A partir de la publicación de su álbum, 1971, tuvo un mayor reconocimiento, pero prefirió mantenerse al margen. En esta entrevista en RTVE, a propósito de la buena acogida de ese álbum: «Es un halago, pero mi intención es hacer canciones. Una canción perfecta es lo que quiero hacer, tengo esa secreta ambición. No me importa especialmente la crítica, ni la buena, ni la mala, prefiero ir a lo mío: a por esa canción».
Con Simulacro, posiblemente lo consiguió:
Temo haber vivido mi vida como si ello fuera un simulacro.
Como si yo tuviera el don de vivir por mí dos veces.
De haber dejado a un lado la que importa en prenda de una vez futura,
y haber malgastado en borradores la presente.
De no saber que la vida sucede a medida que sucede,
y que no hay una vida en serio y otra vida de licencia.
Que cada ensayo, cada error, en suma, forman
las constantes y variables del álgebra de la existencia.
Y en esa ecuación que es cosa resuelta estamos.
Esbozada débilmente en el margen de un folio en blanco.
Siento no haber sido tan audaz de un trazo algo más firme.
De haber perdido un tiempo de oro en pruebas y en ensayos.
Y ahora es tarde,
algo tarde.
Pues temo ir ya malherido.
Temo haberme consumido
como si yo
tuviera el don
de vivir dos veces.
Temo haber vivido mi vida como si ello fuera un simulacro.
Y he sido un mal actor confiando en la noche del estreno.
Pero qué vida será la que prolongue o dé segundas funciones,
si en ella todo es rol improvisado y relleno.
Temo haberme pasado la vida reuniendo el valor que me falta,
y declarando intenciones solemnes frente a un espejo.
Dejando las cosas para una mejor ocasión que no llega.
En el fondo he estado siempre en babia y con la mente muy lejos.
Temo haber vivido mi vida como si ello fuera un simulacro.
Como si yo tuviera el don de vivir por mí dos veces.
De haber dejado a un lado la que importa en prenda de una vez futura,
y haber malgastado en borradores la presente.
La tertulia errante. Reproducción del cuadro de Detritus de la reunión semanal de literatos y músicos donostiarras, que cada miércoles se juntaban en el Tedone.
De izquierda a derecha, Rafael Berrio, Pablo Casares, Karmelo Iribarren, Jon Obeso, José Manuel Puerto, Diego Vasallo, Joserra Senperena, Emilio Varela, Ramón Eder, Juan Manuel Uría y Javier Aguirre.