Yo confieso
Un examen de conciencia musical

Estos últimos meses fui testigo privilegiado del cortejo amoroso entre dos personas de mi entorno. El flirteo parecía, en bastantes ocasiones, basarse en un constante uso de referencias a discos, películas, libros o exposiciones que cada cual conocía y el otro tenía que escuchar, ver, leer o visitar. Eran, según cada uno, obras imprescindibles, sublimes, impresionantes, revolucionarias.
“¿En serio no lo conoces?”. “Pero, ¿cómo es posible que te haya pasado desapercibido?”. “No me puedo creer que pasaras tu adolescencia sin haberlo escuchado” – parecían decirse entre líneas.
Era una escalada armamentística sin control. Un órdago infinito, con todas esas referencias desplegándose cual colorido plumaje de pavo real tratando de impresionar a la otra parte.
Por supuesto que encontrar a un potencial compañero sentimental con un vasto bagaje cultural resulta muy excitante, despierta la curiosidad y es, en principio, garantía de interesantes conversaciones y debates que prometen una relación rica, divertida y lejos de la monotonía.
Pero al mismo tiempo, cuando los escuchaba, no podía evitar pensar en la ansiedad que se generaban entre ellos ante el hecho de tener que estar siempre en guardia, con miedo a la derrota intelectual por desconocimiento o falta de referencias. ¡No haber visto Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961) podía echar por tierra el noviazgo!
Traté yo de someterme al mismo examen, dándome cuenta de la cantidad de cosas que aún no conozco y que para otros son, sin embargo, pilares básicos de su educación y visión del mundo. Bergman, Buñuel o Keaton… Cervantes, Dostoevsky o Wilde… Kendrick Lamar, Pink Floyd o Neutral Milk Hotel. ¿Por qué nunca les he prestado la atención que debería?
Así llegué a sentirme un ignorante, y hasta un impostor (al fin y al cabo, ¿con qué autoridad puedo escribir aquí sobre música si me queda un océano de discos por escuchar?). Pero, al mismo tiempo, no se puede negar que mi pasión por la música es enorme, mi agenda está plagada de conciertos cada semana, me acerco a nuevos artistas con curiosidad adolescente, y mi tarjeta de crédito se desgasta a base de discos, libros y revistas. Entonces, ¿en qué quedamos?
Decidí entonces aplicarme ese recurrente solo sé que no sé nada para calmar mi ansiedad, justificando mis vacíos y lagunas culturales con la idea de que, como mínimo, soy consciente de ellos y, en la medida de mis posibilidades, le pongo empeño a la hora de ir completando el puzle infinito.
ARGUMENTOS
La reflexión estaba servida y me di cuenta de que hay argumentos en los que apoyarse para no sufrir complejo de iletrado, sin hacer ni mucho menos apología de la incultura.
El primero y más evidente es lo finito de nuestro tiempo frente a la enormidad que representa la creación cultural. Ese tan manido harían falta mil vidas es real. Sumémosle a ello las responsabilidades de la edad adulta, que nos roban más tiempo del que quisiéramos. ¡Ay, quién fuera de nuevo estudiante el día de la primavera! ¿Cómo antes podía devorar a diario todo lo que sonaba en Radio3, o cada disco reseñado en el Rockdelux, y hoy apenas hojeo la revista y casi ni escucho la radio?
Están también los prejuicios -injustificados casi siempre- hacia estilos, épocas, estéticas o personajes. Se van adquiriendo a base de lugares comunes, seguidismos, estereotipos o simple propaganda, cerrándonos nosotros mismos las puertas a todo un abanico de mundos por descubrir.
También la pereza por evitar el esfuerzo titánico de los primeros pasos hacia lo desconocido. La inacción y el bloqueo son en parte una reacción natural ante la miríada de opciones que se nos presentan delante de nuestras narices.
Hay razones más placenteras, que tienen que ver con el disfrute de lo ya conocido. Simplemente hay días en los que se está muy a gusto dentro de la zona de confort, ¡leñe! Porque volver a escuchar tus canciones favoritas, paladear otra vez la llegada de ese estribillo épico que siempre te genera un escalofrío o sonreírte al tararear de nuevo una letra perfecta que conoces de memoria no es delito… pero quita mucho tiempo.
Tras ordenar todas estas ideas me decidí a hacer un rápido inventario de mis vergüenzas y compartir aquí una serie (incompleta por definición) de deberes musicales que me han perseguido desde hace más o menos tiempo, en una especie de flirteo inverso al que se dedicaban los tortolitos de más arriba. Por favor tengan piedad y sean comprensivos. YO CONFIESO.
SIEMPRE TARDE
Por aquello de ir de menos a más, alimentando la tensión y el interés del lector, empezaré por asignaturas que un día tuve pendientes pero, aunque tarde, ya están tachadas de mi lista:
Me pasó con The Smiths. Recuerdo leer una encuesta en Rolling Stone a principios de los 2000 en la que los de Manchester eran considerados la banda más influyente del siglo XX. Efectivamente, eran una referencia fundamental para muchos de mis grupos de cabecera y yo no tenía ni idea de quiénes eran Morrissey y Marr. Dicho de otro modo: estaba en mi veintena y aún no lo había gozado con The Queen is Dead.
Pulp todavía me duelen. Hasta hace no más de 6 años me conformé con gritar y bailar como un energúmeno con Common People, ignorando incomprensiblemente la elegancia, inteligencia e ironía que desprende el resto de su discografía. Fijaos si era estúpido que hasta los tuve delante de mis narices en el Primavera Sound 2011 y ¡ni me acerqué al escenario! Pero tranquilos, asunto solucionado. Hoy en día soy un fervoroso admirador de lo que hizo y hace Jarvis, casi a la altura de la pasión que demuestran algunos de sus incondicionales en este documental que aprovecho para recomendar.
Con Prince mi error fue no ver más allá de la superficie. Durante años construí una idea equivocada del personaje, asumiendo que solo se trataba de un provocador sin mucho dónde rascar en el plano musical. Tuvo que cruzarse en mi camino este corte de un concierto homenaje a George Harrison en el que nuestro amigo se marca un delicioso solo de guitarra para darme cuenta de mi equivocación, y de que estaba ante un músico enorme. Tras su muerte, ayudado de la multitud de revisiones y homenajes que se publicarían, logré entender la trascendencia de su obra, con cumbres como Sing ‘O’ The Times.
Empecé muy pronto a obsesionarme con el ruido, la distorsión y las texturas. Todo por culpa de dos grupos que eran parte de mi dieta diaria: Los Planetas y Mercromina. Me encantaba lo que hacían, y leía en artículos y entrevistas citas a las que eran sus principales influencias. Hablaban con admiración de gente como The Jesus & Mary Chain, Teenage Fan Club, Joy Division o Mercury Rev, que para mí eran solo nombres lejanos que un día debía intentar escuchar, sin nunca haber hecho el esfuerzo hasta años más tarde. Por qué tardé tanto en ir a la fuente es un reproche que sigo haciéndome.
Otro ejemplo escandaloso es el de mi nulo interés por el jazz hasta cumplidos los 30. El haber estudiado saxofón durante años debería haberme dado elementos de juicio suficientes como para poner en el lugar que correspondía a revolucionarios que redefinieron el tablero de juego de la música como John Coltrane u Ornette Coleman. Pero no fue el caso, y me demoré demasiado en entrar en obras magnas como A Love Supreme (1964) o Bitches Brew (Miles Davis, 1970).
LO DESCONOCIDO
Hasta aquí algunas muestras de cuentas pendientes que finalmente pude saldar.
Pero, como decía antes, el catálogo es largo y lo que viene ahora son ejemplos de mis puntos ciegos musicales. Confío en que todo lo que sigue pase más pronto que tarde del Debe al Haber de mi libro de cuentas, pero a día de hoy estas espinas siguen clavadas. Les ruego de nuevo se escandalicen con moderación y que sean comprensivos conmigo:
Hay grandes nombres a los que nunca he prestado atención y por los que algunas de las firmas de ButWeLikeIt se preguntarán (con razón) si merezco ser expulsado del medio. Admito que desconocer casi por completo el catálogo de Bruce Springsteen, no controlar la discografía de U2 más allá de los greatest hits o tener aparcado el Rain Dogs (Tom Waits, 1985) desde hace una docena de años no son motivo de orgullo.
Por otro lado hay artistas que, no por estar en los márgenes, dejaron de ser lo suficientemente importantes como para que los haya ignorado así. Máxime cuando mis críticos de cabecera, o los amigos prescriptores de los que más me fío, no han tenido más que elogios sobre ellos. Me refiero a figuras como Robert Wyatt, del que nunca he conseguido terminar un disco; o Hüsker Dü, para los que jamás encontré el momento, a pesar de tener muy presente lo influyente que fue su Zen Arcade (1984). Ídem con el post punk de The Fall, que es todavía territorio inexplorado para mis orejas, a pesar de haber visto y oído maravillas sobre la figura del recientemente fallecido Mark E. Smith.
Y ya que hablamos de punk, admito no haber indagado mucho más allá de lo que hicieron Sex Pistols o Ramones, dejando en un cajón todo el arsenal inflamable y revolucionario que salió de los amplificadores de los Buzzcocks, Siouxsie and the Banshees, The Damned o The Clash. Por favor no me maten por esto, que aún hay más… Porque de igual modo bandas como Bauhaus o Gang of Four están en mi lista de cosas que hacer desde hace demasiado tiempo.
Siguiendo con las guitarras musculosas y distorsionadas, con el grunge tampoco es que haya hecho un trabajo muy fino, y eso que fui adolescente en los ’90. ¿Me creerán si les digo que pasé por el instituto sin saber nada de Soundgarden? Por supuesto que podía cantar de principio a fin el Bleach (1989) de Nirvana, pero aquel era el momento de abrir el foco y acercarme a Screaming Trees, Mudhoney o The Melvins, pero no lo hice. Y así se quedó el asunto hasta hoy.
Otra de mis lagunas es el hip-hop. Cierto que en el último lustro he hecho esfuerzos por enmendarlo (qué delicia de álbum el We Got It from Here… Thank You 4 Your Service, 2016, de A Tribe Called Quest), pero sigo siendo un profano de un género al que, eso sí, ahora valoro su originalidad y curiosidad. Es increíble lo que se puede aprender leyendo los créditos de un disco de rap y descifrando los samples que dan soporte a las rimas. Pero lo que acabo de decir no vale nada si al mismo tiempo cuento que Public Enemy, Nas o N.W.A. no están en la estantería de mi discoteca.
Por cierto, que siempre se me llena la boca con la ilusión que me haría tener una colección de 45rpm con grandes himnos Northern Soul. Y cierto es que era costumbre esconder la información de las joyas más bailables para evitar que otros DJ las pincharan, como se puede ver en la disfrutable película de Elaine Constantine, pero admito que no podría enumerar más de cinco nombres antes de quedarme sin recursos.
Si lo de arriba les parece grave, piensen que no se trata más que de un repaso de mis carencias en lo que a rock anglosajón se refiere. Porque cuando de cruzar fronteras se trata, mi ignorancia alcanza cotas astronómicas:
Brasil es sin duda uno de los países musicalmente más fértiles que se pueden estudiar. Pues bien, he aquí uno que se sigue quedando en Caetano Veloso (muy por encima) y los tropicalistas más conocidos (Os Mutantes, Gal Costa, Gilberto Gil). Ni rastro de referencias tan básicas como la bossa nova o el funk brasileño. O de la samba, vieja no nueva, como la que practica la, al parecer, muy recomendable Elza Soares.
Me dicen Italia y les tarareo el Azzurro, o el Centro di Gravità Permanente. Y ya.
Y es que no sé ni por dónde empezar; ni siquiera con Franco Battiato, cuanto ni más con Goblin o Museo Rosenbach, por citar un par de nombres al azar tras una simple búsqueda online.
El garaje que se hizo por toda Sudamérica en los ’60 y ‘70 seguro que me haría babear de placer, pero no sé mucho más que mover las caderas al ritmo del Demolición de Los Saicos. Sí, he oído hablar de conjuntos como The Famous Finks o Los Shains, pero hace falta más que eso. Afortunadamente hay gente como los buenos de Munster Records, auténticos arqueólogos musicales, que escarban, recuperan y reeditan catálogo al que un día acudiré con los ojos cerrados para deshacer este entuerto.
¿Quieren más? Nada como despedirse a lo grande. Porque África es enorme, y el hecho de que generalice su música usando el nombre de un continente entero ya da una idea del nivel de conocimiento de éste que escribe sobre lo que pasó y pasa al sur del Mediterráneo.
Claro que sitúo las coordenadas del afro-beat con cierta soltura, y estoy al tanto del rock que viene del desierto de la mano de bandas como Tinariwen o Bombino. También de excitantes grupos como los congoleños Konono no.1 y su chatarrería electrificada. Pero entre Túnez y Ciudad del Cabo, entre Dakar y Nairobi debe haber todo un universo de ritmos, estructuras y armonías en el que zambullirse, del que tristemente poco sé y casi nada he estudiado.
Si han llegado hasta aquí sin crucificarme o llamarme impostor les doy las gracias. De nuevo repito que no pretendían estas líneas ser un elogio de la ignorancia, e insisto en que esta es mi lista de deberes sin hacer, pero deberes al fin y al cabo.
Permítaseme que así sea; que vaya con retraso en algunos temas, o no haya si quiera empezado con algunos otros. Aceptemos que nuestro tiempo es limitado y las opciones inabarcables.
Y, por qué no, reivindiquemos el placer que proporciona lo ya conocido. Porque seguiré volviendo al Exile on Main St (The Rolling Stones, 1974), al Súper 8 (Los Planetas, 1994) y al Loveless (My Bloody Valentine, 1991) sin por ello sentir que pierdo el tiempo.
Enhorabuena por el artículo Antonio, a veces el más sabio es el que menos cree conocer…
Escuches lo que escuches, disfrútalo, bueno, excepto si fuese Reggaeton… que entonces ya no tendrías remedio… 😉
Sobre Bruce Springsteen para que puedas ponerte al día de su amplia trayectoria hay un concierto del 75 que intentaré contaros por aquí, el documental concierto de NetFlix (Sprinngsteen on Broadway) que acaba de salir es muy bueno pero quizás un poco extenso para el que no conoce mucho de Bruce.
Me guardo tu post para consultas posteriores… Keep on Rockin!