Arranquemos con el típico comentario de viejo (que la edad ya me va permitiendo hacer): en esto de la música, se ha perdido mucha magia.
Soy el primero en sentirse bendecido por vivir unos tiempos en los que puedes escuchar en Spotify casi cualquier cosa que se te antoje al momento, por poner un ejemplo. Ese disco que te viene a la memoria tantos años después o la canción tonta que se te ha pegado. Sin duda, es algo maravilloso.
Pero insisto, se ha perdido mucha magia.
Hubo un tiempo en el que te contaban historias de canciones que no serías capaz de escuchar hasta muchos años después. Historias de forajidos, enemigos de los bienpensantes, que afrontaban la persecución, la cárcel o la muerte, pero al final siempre se salían con la suya.
Y, según pasaban los años, esa canción no se moría, sino que seguía estando latiendo en tu cabeza, haciéndose cada vez más grande, más aspiracional, más mítica.
Ese fue para mí el caso de “Cocksucker Blues”.
La historia me la habían contado mucho tiempo antes. En 1970, estando en la cima del mundo, los Rolling Stones querían romper con su discográfica Decca para crearse una propia. Pero Decca les sacó el contrato y les dijo que eso no iba a poder ser, porque todavía les debían un disco.
La reacción de Jagger y Richards fue cumplir y grabar una nueva canción, sí, pero hacer algo totalmente ofensivo, degradante, impublicable: “Cocksucker Blues”.
Los ejecutivos de Decca escucharon horrorizados la letra de la canción (que veremos a continuación) y decidieron archivarla bajo siete llaves, convirtiéndola en leyenda.
Durante años leí sobre la historia y vi la letra impresa en fanzines, pero no conseguí escucharla. Estaba en cien piratas, pero había que encontrar el pirata adecuado, en una tienda que los vendiese y a un precio que no se considerase inversión.
El descubrimiento se produjo, por fin, en la habitación de un compañero de colegio mayor, ignorante del valor de su joya.
Fue entonces cuando pude escuchar, emocionado, ese blues primario, ese quejío de Jagger, la interpretación intensa, el crescendo a pleno pulmón, de esa letra ya conocida:
Soy un colegial solitario
Y acabo de llegar a la ciudad
Sí, soy un colegial solitario
Y acabo de llegar a la ciudad
He oído tantas cosas sobre Londres
Decidí verificarlo
Espero en Leicester Square
Con una mirada de andar buscando
Sí, estoy apoyando en la Columna de Nelson
Pero todo lo que hago es hablar con los leones
Oh, ¿dónde me pueden comer el rabo?
¿Dónde me pueden dar por el culo?
Puede que no tenga dinero
Pero sé dónde gastarlo
Le pregunté a un joven policía
Si podría encerrarme esa noche
Bueno, he tenido cerdos en el corral
Algunos de ellos, algunos de ellos, están bien
Me folló con su porra
Y su casco estaba demasiado apretado
Oh, ¿dónde me comerán el rabo?
¿Dónde me darán por el culo?
Puede que no tenga dinero
Pero sé dónde gastarlo
Soy un colegial solitario en tu ciudad
Soy un colegial solitario
“Cocksucker Blues” es también el nombre de una película que iba a documentar el gran retorno de los Rolling Stones a EEUU en 1972. El contenido es el típico de cualquier grabación casera: Mick Jagger esnifando, Bill Wyman haciendo una orgia en el jet privado, roadies inyectándose heroína, felaciones en grupo…
Para variar, la cinta fue también prohibida, esta vez por los tribunales. Aquello era demasiado, incluso en una América que permitía el estreno de “Garganta Profunda” (primera película porno en circuito comercial) ese mismo año.
En 2012, sin embargo, fue proyectada en el MOMA de Nueva York. La institucionalización, una vez más, de lo que años atrás se consideró la más abyecta contracultura.
Aquella que, antes de exponerse, nos había llenado la cabeza de magia. Aunque fuese magia negra.