La admiración
Un domingo de hace ya tres veranos, el 5 de junio de 2016, Elvis Costello hizo parada en Madrid. Fue en el Teatro Monumental, en la calle Atocha, a la altura de la salida del metro de Antón Martín.
En el centro del escenario, una gran pantalla simulaba ser el televisor de una casa. Alrededor de esta pantalla, varias guitarras, un piano y un sombrero. Y la única presencia de Declan Patrick MacManus. Porque, a veces, menos es más.
Costello presentaba su gira “Detour” y no dejó de repasar los temas mas populares de su dilatada carrera, como por ejemplo,“I want you”, “Veronica”, “Accidents will happen”, “She” y muchas otras. Entrelazando canción y canción con los recuerdos de su abuelo y sus historias de la guerra o de su padre cantando en orquestas en Blackpool. El padre de Costello, músico profesional, tuvo relación con los Beatles. También sobre su militancia new wave con los Attractions, y su propia evolución explorando otros registros en colaboraciones con Burt Bacharach o Allen Toussaint.
Terminado el concierto, cuando me dirigía hacia la puerta de salida, vi a un grupo de personas que parecían estar esperando. No sabía bien por qué, ni a quién, pero decidí quedarme con ellos mientras contemplaba el teatro. Un espacio austero con una acústica impecable. Era la primera vez que estaba en el Teatro Monumental. Se abrió como cinematógrafo en 1923 y, aunque el Monumental naciese con la idea combinada de ser cine y teatro, acabó como sala de conciertos de la Orquesta de Radio y Televisión Española. Como apunte curioso, en junio de 1935 fue precisamente en este teatro donde se fundó el Frente Popular. A pocos números del despacho de abogados de la matanza de Atocha.
Seríamos un grupo de unas diez personas. Algunos de ellos llevaban una pegatina con el logo del tour, que supuse que sería una especie de identificación. Sin saber todavía para qué. Cuando el teatro se vació por completo, una figura con sombrero se aproximó hacia el grupo. Era Costello. Me pareció todo lo contrario a un divo. Comentó que había acudido el pasado jueves al concierto de Paul McCartney, en el estadio Vicente Calderón, y que era increíble la forma de animar del público español en los conciertos. «Ni en un estadio completo de irlandeses borrachos se gritaría más», comentó entre risas. Después nos explicó que el piano que había utilizado en el concierto era de los años 20 y tenía mucho valor. Y, sobre todo, que se lo había prestado para esta gira su mujer, Diana Krall, así que más le valía que no tuviese ningún rasguño.
En el grupo estábamos todos bastante intimidados, excepto un hombre que no paraba de repetirle lo bueno que había sido el concierto y que la puesta en escena le había parecido espectacular. Parecía feliz. Tardé un poco en darme cuenta de que quien se deshacía en elogios era Jorge Drexler. Drexler, esta vez no como músico, sino como un espectador entusiasmado, delante de uno de sus ídolos. Costello agradeció las críticas y nos explicó que al día siguiente le quedaba otra actuación, en el Kuursal de Donosti, y luego tenía que volver rápido a Nueva York, porque le habían hecho inductee del Songwriters Hall of Fame, junto a Marvin Gaye, Tom Petty y Neil Rodgers, entre otros. «¡Aún no me lo acabo de creer! Es un inmenso honor, mis canciones al lado de las de alguien como Marvin Gaye», decía Costello emocionado por ese reconocimiento compartido.
Del mismo modo que a Drexler le había entusiasmado la actuación de aquella noche, Elvis Costello, más allá de regodearse en los elogios que le hacíamos, parecía más dichoso por compartir, apenas unos días después, el reconocimiento de ingresar en el Hall of Fame con algunos de sus ídolos musicales.
El reconocimiento y la admiración por el trabajo de otros es un mecanismo más poderoso para avanzar que algo tan fatuo como la autocomplacencia. Esa es la lección que aprendí aquella noche de dos artistas tan maravillosos como Drexler y Costello.
Y, como decía Sergio del Molino, es emocionante comprobar en tus propias carnes que aquellos a quienes admiras son incluso más admirables de lo que sospechabas.